25 nov 2009

Carlos

Todos los domingos por la mañana hacíamos lo mismo. A las 9 recogía a mi nieto Carlos en su casa, después íbamos a desayunar a la cafetería de la plaza. Yo café con leche, él leche sola y los dos churros. Después íbamos al mercado y recorríamos todos los puestos, uno por uno, pero siempre comprábamos en los mismos. Y por último, ya de camino a casa, parábamos en el quiosco y comprábamos el periódico para mi, y una bolsa de golosinas y un paquete de cromos de fútbol para él. Al llegar yo hacía la comida mientas él ayudaba a poner la mesa, y esperábamos a sus padres y a su hermana.
Pasábamos todas las mañanas de los domingos juntos y aunque siempre realizábamos el mismo recorrido con Carlos siempre había algo nuevo. Tenía 12 años, y síndrome de down.
Nunca dejó de sorprenderme la pena en los ojos de los que nos miraban, ni las miradas esquivas de quienes debían pensar que era un pecado mirarle, ni el propósito de la gente de consolar a sus padre cuando nació. Y no entendí nada de eso porque para mi no tenía sentido. Para mi mi nieto era el más maravilloso de los regalos. Era el niño más cariñoso y más agradecido que había conocido nunca. Era muy observador y siempre se portaba bien. Estaba contento con cualquier cosa, y cada día lo único que hacía era vivir feliz. Y eso era lo que a mi más feliz me hacía. Y yo, en vez de mirarle con pena, me centré en ser feliz con él, y en aprender de sus ganas de vivir.

1 comentario:

Pugliesino dijo...

Si el mundo supiera que la felicidad cuesta tan poco hallarla como lo hace la abuela de Carlos,
bueno iba a decir lo de que sería mucho mejor y tacharían de tópico recurrente, pero que cierto es que cuesta muchísimo pero muchísimo menos de lo que creemos no solo ser feliz sino hacer feliz.

Un abrazo Paula, bellísimo texto.