22 feb 2009

¿Y tú te acuerdas alguna vez de mi?

"Los conserjes de noche cuidan de los hostales" y todas las camareras que quisieron escuchar... Era mi canción preferida y una vez más la canturreaba en el coche camino a tu casa, contigo a mi lado. Yo cantaba, y tú llevabas el ritmo de la música golpeando con tus dedos en tu rodilla. Y aunque parezca una estampa bien simple y común, ése era mi momento del día preferido. Y el que más echo de menos. Y en esa situación, en la que sólo estábamos tú, yo y esa canción, todo iba bien, y yo era plenamente feliz.
Después llegábamos a tu casa, demasiado rápido, y te despedías de mi y te bajabas del coche. Pero tu sonrisa se venía conmigo, me acompañaba a casa y me arropaba cuando me metía en cama. Dormía a mi lado y me hacía soñar contigo, y al día siguiente me levantaba, me abría el grifo de la ducha y me preparaba el desayuno; se montaba conmigo en el coche y al acercarnos a tu casa iba desapareciendo para volver a ocupar su lugar en tu cara. Junto a tu lunar, para hacerse irresistible, y obligarme a hacer un esfuerzo inhumano para no besarte.
Las despedidas y los saludos variaron mucho a lo largo del tiempo. Al principio eran tímidos, y muy bajitos, porque no sabían muy bien el sentido que tenían, ni la razón por la que yo estaba debajo de tu casa o tú dentro de mi coche. Con el tiempo se hicieron más cariñosos, e incluso cómplices, y los saludos se convirtieron en mucho más alegres que las despedidas. Y, de repente, los "holas" y los "adioses" se llenaron de besos, y entonces las despedidas fueron más largas y más tristes que nunca. Y, finalmente, desaparecieron. Así, de golpe. De la forma más dolorosa posible, casi sin sentido, sin explicación, y muy de sorpresa. Y no había "holas", y las poquísimas despedidas que quedaron casi fueron con el coche aun en marcha. Tu sonrisa me abandonó, y mis ojos ya no despegaban la vista del frente porque les parecía tremendamente cruel tener que ver lo que estaba pasando. Ya no había sonrisas, ni complicidad, ni ganas de saludarse, ni pena en las despedidas. Ya no había nada, y mi coche y nuestra canción se quedaron sin nuestra compañía. Nos subíamos a un coche que se sabía de memoria el camino a tu casa e iba solo hacia ella, y una canción que se repetía una y otra vez con el ritmo perdido, y esperando mi voz. Y nos quedamos vacíos, e irreconocibles, pero quedó algo de nosotros en esos lugares, en todas esas esquinas que solíamos doblar. Y aunque tus palabras se quedaron completamente vacías, y yo no quería escucharte, sabía que algo tendrían que contar los escalones con pantalones arrastrados por el suelo, algo el asiento trasero que me ofrecía tu coche, y el humo del cenicero que acabó por rebosar... E igualmente sabía que no iba a ser capaz de pasar por ciertos sitios sin recordarte, de girar hacia mi casa en vez de ir hasta la tuya, y me sentaba fatal cada vez que te subías en un coche que no era el mío para irte a casa, porque claro, era mucho más agradable estar con otra persona que conmigo. De lo que no me di cuenta hasta bastante más tarde, cuando los lloros cesaron y empecé a esforzarme por estar bien, fue de que debajo de tu casa, donde había pasado tantas horas los últimos meses, se quedó lo mejor de mi. En ese momento, en el que todo era tan difícil y para mi menos te lo merecías, fue cuando te regalé mi sonrisa. Porque ahora te iba a hacer falta a ti que alguien te abrigara por las noches, te preparara un zumo de naranja por las mañanas, y te cuidara. Y la verdad es que la necesitaste mucho más de lo que yo esperaba, porque ya hace mucho tiempo de aquéllo, y yo aun hace relativamente poco tiempo que recuperé la sonrisa de forma permanente.
Te quise tanto que a veces aun me resulta difícil darme cuenta de que no estás, de que ya no voy a verte en unas horas, ni en unos días, de que ya no voy a recibir un mensaje tuyo de buenas noches, de que no puedo enseñarte lo que te escribo, de que ya no puedo hablar contigo de cosas que me gustaría, de que ya no tiene sentido que te cuente nada, de que probablemente ya no te acuerdes nunca de mi, de que ya no quiero ir a los sitios en los que sé que puedo encontrarte, de que ya no vas a escuchar las canciones que me gustan, de que ya no voy a saber las cosas que te pasan.
Y te sigo queriendo tantísimo, que haber llegado a esta situación me hace morirme de pena. La suerte es una ramera de primera calidad...


14 feb 2009

Vuelve

"Los países enfermaron de guerra y comenzaron a vomitar sangre", y tú estabas en medio de todo eso. Y a mi, lo único que me preocupaba, era que tú estuvieses bien.
Yo llevaba días pegada a la pantalla de la televisión viendo los últimos acontecimientos a través de tu cámara. Y sufriendo porque cada vez iba todo peor. Maldije mil veces el día en que un amigo común me había comunicado tu último destino. Estaba mucho más tranquila pensando que todas esas horribles imágenes las había grabado otro, y que tu estabas en tu casa, descansando, fuera de peligro.
Hacía demasiado tiempo que no teníamos ningún tipo de relación. Me acuerdo perfectamente del día que te pedí que salieras de mi vida, que no te iba a permitir que me hicieras daño ni una vez más. Pero probablemente ahora era la persona que más se preocupaba por tu vida.
Eras reportero de guerra, tu gran sueño, pero también mi mayor pesadilla. Nunca me planteé ni intentar cortarte las alas. Tú te merecías conseguir cualquier cosa que quisieras. Pero siempre deseé que no lo consiguieras. Tú eras demasiado valiente. Sabía que siempre serías el que más arriesgaría, el que tardaría más en ponerse a salvo, el que se acercaría más al peligro.
Esa noche había soñado que me despertaba a tu lado, y que te cuidaba y protegía. Que te tapaba los oídos cada vez que se producía un estruendo cerca para que no recordaras las bombas, ni nada de lo que habías vivido. Por eso ese día estaba más sensible, porque aunque ya no te quería, y aunque bajo ningún concepto habría querido volver contigo, deseaba que nada malo hubiera pasado entre nosotros y que hubiéramos vivido unas vidas totalmente distintas. Por eso, en el momento en que vi tu cámara rodar por el suelo para luego quedarse sin imagen, una sensación horrible de angustia me recorrió todo el cuerpo, y el pensamiento de que todo podía ir mal me impedía respirar. Habías desafiado demasiadas veces a la muerte, y esta vez estaba casi segura de que no ibas a salir airoso. Me quedé inmóvil, con la vista fija en los puntos negros y blancos de la pantalla de la televisión esperando escuchar una noticia esperanzadora. Pero nadie dijo nada, no se sabía qué había sido de ti, no podían conectar contigo. Tu nombre no fue noticia hasta unas horas más tarde. Saliste en todos los informativos. Estabas muy guapo en la foto que sacaron, y sonriente, y agarrado a tu inseparable cámara. La misma que te había acompañado hasta el día de tu muerte.